Artículo El fin de la civilización. Mil ciegos presuntamente liberados


Publicado 2021-02-12



El fin de la civilización. Mil ciegos presuntamente liberados por Rodrigo Martínez

Autómatas de carne y hueso. Nómadas del holocausto nuclear. Danzantes de trapo. Rastreros anónimos que cubren su cara y que se mueven de un lado a otro como un péndulo de invisibles piernas. La eterna noche de los mil ojos que dejaron de ver porque anhelan el tiempo de la salvación. En el orbe donde todo es metal húmedo y azul lámpara, la humanidad-roedor apenas reacciona cuando una abstracta maquinaria arroja migas color de trigo. Pirámides de brazos y manos batallan por alimento. Otros despejos vivos interrumpen su danza cotidiana para mirar la lucha por la comida. Ya sólo piensan en el arribo prometido de un Arca que presuntamente los salvará de un planeta donde ya todo es radiación. Y mientras algunos sagaces sobrevivientes procuran encontrar refugio, comidas decorosas y sexo, el cascarón eléctrico donde subsisten parece estar más vivo que sus habitantes a pesar de que su infraestructura comienza a derrumbarse. Es la sociedad tempestiva de El fin de la civilización (Piotr Szulkin, 1984) o el hundimiento de cada individuo en los creencias, que no principios, que persiguió como colectividad.

 

En una comunidad que sobrevive en una bóveda gigantesca diseñada para aislarla de un ambiente tóxico, Soft (Jerzy Stuhr idóneamente de gestos monotemáticos) labora como un ministro de propaganda y vigilancia cívico-moral. A un año del holocausto nuclear que hizo de la humanidad una nueva especie rastrera, el jefe (el insustituible Marek Walczewski que antes fue el Golem del propio Szulkin) del atemorizado sobreviviente descubre que un grupo conocido como los Booros distribuye propaganda que desmiente la existencia del Proyecto Arca. Tentado por la posibilidad de huir con su enamorada o de preservar el orden en una infraestructura que se derrumba poco a poco, Soft recibe la orden de contener los mensajes de la disidencia. Debe preservar la convicción de que la colectividad podrá sobrepasar la catástrofe al abordar un transporte que evoca el mito de Noe.

 

Un estado de ánimo y su atmósfera. Al igual que el resto de los filmes de la injustamente olvidada tetralogía* de ciencia ficción de Piotr Szulkin (1950-2018), El fin de la civilización principia con un plano exclusivamente sonoro que pretende ser visual. Esta audiovisión incorpora un fraseo de piano acelerado y grave que enuncia un ambiente de azul y de sombras donde la fotografía pictórica de Witold Sobocinski (también colaborador de Andrzej Wajda en la paradigmática La tierra de la gran promesa) avanza por un orbe de luces agresivas y halos eléctricos hacia un final que arroja la plenitud de la luz (o del blanco). La peculiar relación entre el minimalismo sonoro y la textura de las imágenes crea una condición anímica que acompaña el recorrido por un purgatorio nuclear en el que el protagonista tiene encuentros insospechados, tal y como sucede con el primer filme del conjunto (Golem), con personajes grotescos e imágenes más propias del arte contemporáneo que de un híbrido cinematográfico que interpreta el subtema de las distopías tan afín a la ciencia ficción.

 

Antes que la condición distópica que evoca el intento de control de la comunicación política de Polonia en los tiempos de la ley marcial, y que acaso fuera el referente contextual del guion, Szulkin ensambla una metáfora que va más allá del sistema como entidad manipuladora. Se trata de una visión del presente sustentado en una pauta narrativa donde Soft atestigua la degradación gradual de cuatro sobrevivientes: su jefe enloquecido, el colega que se ha hecho de un lugar propio en una bóveda cerrada, su amante con apariencia de androide de Blade Runner (Ridley Scott, 1982) y un niño que aguarda por comida enlatada y que protege las posesiones del protagonista con la esperanza de ver el Arca. Cuatro individuos devorados por la comunidad como los componentes de una imagen compleja, aunque nunca solemne, de las convicciones enajenantes que mueven multitudes cuando el miedo alimenta lo que solamente es creencia.

 

Más allá de los lazos entre las narrativas y los temas de Golem y El fin de la civilización, esta ciencia ficción con matiz de sociología audiovisual hace patente su esquema expresivo en la construcción de un leitmotiv inquietante donde puertas y pasillos establecen una alianza que consiste de constantes aperturas y cancelaciones de luces que apuntan directamente a la mirada del espectador. Es un estudio auténtico de la luminosidad como sistema de ocultamiento. Numerosos planos repiten esta figura para construir visualmente la idea de una esperanza enajenada, incluso cegada, desde el principio. El blanco o el azul que provienen de los fondos invisibles crean una estética que potencia el estado de ánimo de una película donde la cámara jamás deja de moverse (porque siempre está buscando algo como los propios personajes). Las visiones grotescas no sólo están acompañadas de este sistema de luces, sino que ruedan sobre su eje hasta un desorden por el que la primera aparición de Soft hace patente el estado de tensión anímica en un plano que llega a desconcertar al espectador por la velocidad del movimiento.

 

El anciano que lame la pierna colgante de una muchacha que reposa en un lecho. Mujeres congeladas y desnudas en la vitrina del búnker de un hombre que ya no dialoga ni con su propia consciencia. Las mujeres explotadas que ensayan malabares de circo para aprender a abordar la tan esperada Arca. El falso Noé que alguna vez fue adinerado y que protege perros, cabras, borregos y cuervos. El fabricante de alimentos y su máquina de pan celulosa que resguarda el lomo de cuero de una Biblia sin páginas. Los fractales azules y las rasgaduras negras de estructuras metálicas que evocan el raciocinio de un hombre que comprende poco a poco que El fin de la civilización es el derrumbe de la individualidad. El cine de ciencia ficción como una metáfora y no como un concepto. Un filme que jamás quiso ser directamente político, como diría el propio Szulkin en entrevista con Ewa Likowska acerca de Ubu Rey (2003), porque buscó constituir la “generalización” de una imagen antes que el apunte ideológico en un tiempo de censura.

 

Si bien la tetralogía de Piotr Szulkin situó su filmografía más allá de Polonia, El fin de la civilización contiene los fundamentos compositivos de su método visual, especialmente caracterizado por la presencia de un color dominante en cada filme, y constituye una de los referentes de la ciencia ficción. Más allá de que la tercera entrega de este conjunto renuncia a la tonalidad cómica del trabajo anterior (La guerra de los mundos), no sólo se trata del modo en que el ex profesor de la Escuela Nacional de Cine de Lodz trató el color y el espacio en todos estos trabajos, sino que la visualidad de este filme pertenece a la memoria de los planos que lograron realizadores como Richard Fleischer (Soylent Green, 1975) o Andrei Tarkovsky (Stalker, 1979) en sus aportes a este género.

 

A más de treinta años de su producción, la película impone una textura coherente y un equilibrio en la inclusión de signos visuales entre planos narrativos que anticiparon la idea de modularidad (Aron Cameron) de las narrativas digitales más recientes con todo y que se trata de un filme celuloide que claramente explota las características materiales de la película. Esta condición de fresco intemporal capaz de aglutinar imágenes hasta producir un estado de ánimo aparece en las manos de este cineasta cuando una multitud autómata avanza hacia la luz, como si se tratara de una torva mil ciegos presuntamente liberados, sin advertir que su destino es la gigantesca boca blanca de un invasor de luces que los despoja de sus últimos trozos de humanidad.

 

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*Los filmes de la tetralogía del polaco son Golem (Golem, 1980), La guerra de los mundos (Wojna światów – następne stulecie, 1981), El fin de la civilización (O-Bi, O-Ba. Koniec cywilizacji, 1984) y Gloria a los héroes (Ga, Ga. Chwała bohaterom, 1985).

 

 

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